Pero espera un momento. ¿Cuál ciclo?, ¿qué nuevo comienzo? El sentido de la vida y del tiempo es implacablemente recto: nos hacemos más viejos con cada año que se va y punto. Nada sobrenatural acontece la noche del 1 de enero. ¿Estamos de acuerdo? Si tu respuesta es “sí”, probablemente estás mintiendo. Sí, mintiéndote a ti mismo. Esa ilusión de que los cambios de año tienen un significado – uno grande y bueno – es universal. Y es gracias a eso que tú estás hoy aquí, vivo.
Cada uno de los humanos modernos desciende de un antepasado que sobrevivió a la mayor crisis económica en la historia. Aquella crisis que tuvo el potencial de desparecer a la humanidad de la faz de la Tierra. Sucedió hace miles de años, cuando la única cosa que hacíamos para subsistir era cazar.
En la víspera del 11000 a.C., el modo de vida de los cazadores estaba en pleno auge. El hombre, a esas alturas, tenía un arma con la cual ningún otro depredador contaba: la religión. No precisamente eso que se nos viene a la cabeza cuando pensamos en religión, sino un concepto realmente abstracto: la idea de creer en que existe algo más grande, más allá de la vida. Esto es un instinto básico de nuestra psique. Y dado que era algo común a todos, cohesionaba más a las tribus en torno a los rituales y divinidades que cada una creaba. Ahora eran comunidades cada vez más numerosas, unidas y habilidosas, los Homo sapiens se convertían en los depredadores más exitosos sobre la Tierra. Era un momento de completa euforia. Pero, como sucede con todo episodio de euforia, también había un lado irracional.
La caza indiscriminada había disminuido la cantidad de animales salvajes disponibles para alimento. Para empeorar las cosas, un mini calentamiento global hizo escasear las presas buenas, como los bisontes y mamuts (en esa ocasión el calentamiento global no fue nuestra culpa, tan solo era el fin de una glaciación). El punto es que la escasez de la proteína animal puso en jaque el modo de vida de nuestros ancestros cazadores.
¿Y cómo salieron de la crisis? Bueno, la solución se parece mucho a lo que hacemos hoy. Lo que los bancos centrales hicieron para apaciguar la crisis global que explotó en 2008 fue imprimir dinero. En el 11000 a.C. decidieron imprimir otra cosa: comida… en la tierra. Cultivar semillas y esperar a que crecieran fue una forma óptima de conseguir esas calorías que la caza ya no podía suministrar.
Pero había una sorpresa incluida: esta técnica, que hoy conocemos como agricultura, permitía sustentar de 10 a 100 veces más personas en el mismo espacio físico. Los que optaron por esta forma de vida crecieron y se multiplicaron. Pero solo tuvieron éxito en su emprendimiento por qué inventaron un nuevo dios: el calendario.
En ese culto al paso de los días esperando que las semillas dieran frutos, la humanidad descubrió una forma perfecta de saber en qué épocas plantar: observar la posición de las estrellas y la trayectoria del Sol a lo largo de todo el año. Hacer una lectura del manto celestial era tan esencial para la agricultura, que los pueblos en todos los rincones del mundo tuvieron que aprenderlo tarde o temprano. Y de esta forma lograron dominar algo que parecía sobrenatural: los ciclos del tiempo.
Pero el pragmatismo científico nunca fue nuestro fuerte como especie. Y por eso empezamos a tratar al cielo como una divinidad. El simple hecho de que sepas tu signo zodiacal es una herencia de aquella época – las 12 constelaciones del zodiaco no son más que los conjuntos de estrellas más usados para señalar las estaciones del año.
Es ese mismo impulso de convertir en deidades a las cosas lo que nos llevó a la felicidad instintiva de entregarnos a los rituales como el de las 12 uvas. Es ese impulso el que hace que la vida parezca constituirse en ciclos. Los cultivos, que con cíclicos en toda la extensión de la palabra, al adorarlos nuestros ancestros imprimieron en la cultura humana la idea de que la propia vida sufre una renovación cada año. Y festejar estas renovaciones era fundamental para que nos mantuviéramos con vida. Basta mirar un poco más de cerca para darse cuenta.
El Año Nuevo es una de las fiestas para marcar el auge del frío en el hemisferio norte – la otra es la Navidad. Ante la ausencia de un instinto biológico tan fuerte como el de las hormigas para acumular comida ante el invierno, la sensación de que un evento muy importante estaba por suceder aunque fuera en el medio de la estación fría, hacía que nuestros ancestros se comportaran precisamente como estos insectos, economizando para tener alimentos en la época de escasez. Y cada generación se encargó de transmitir a sus niños que aquel era el momento más especial de todo el año. Y lo sigue siendo. Se trata de ese momento en que celebramos la supervivencia de la especie humana… por lo menos hasta que la próxima gran crisis nos alcance.